Hay cosas que llaman mucho la atención. Cuando se está en plenitud de facultades, uno se cree con capacidad para todo y dueño de su destino; capaz de proferir dioses y palabras soeces por cualquier peregrina razón y seguir paseándome como el pavipollo que soy.

Y observo. Cómo, con la perspectiva de la duración de una vida humana, despreciable con respecto al tiempo geológico, cambia la película cuando hay un revés, de cualquier naturaleza, para ponernos a todos en nuestro sitio. Sea una enfermedad, una situación inesperada, un hecho familiar… ¡Cómo cambian los créditos de la película cuando, de un plumazo, nos quitan el estrellato y pasamos a ser extras.

Miro. Cómo los fuertes, que no temían ni a los hombres ni a Dios, cuando la edad o los excesos les pasan factura, se vuelven piadosos. Esa piedad infantil que es como el miedo de los perros apaleados: Con el rabo entre las patas, no comprenden, pero están asustados ante lo que desconocen. Es entonces cuando se santiguan al pasar por sagrado, una capilla en medio de la ciudad, o menean la cabeza cuando van al tanatorio. Y cambian de vida. Se vuelven papistas.

Como los perros apaleados…

No me parece la mejor manera de cambiar de vida. Tampoco caerse del caballo es buena terapia. Pero, si se me permite soñar, sueño con la posibilidad de que creer, el verbo, sea el acto más inteligente y más necesario para dignificar la vida.

Poderes, tronos, la fuerza o el terror no son buenas maneras de invertir la vida. Quizá fuera mejor amar, comprender, acercarse al otro y, de la mejor manera, aprender. Que no temamos por decreto cuando somos débiles. Que la debilidad sea bandera y escudo, símbolo de unidad. Esta será nuestra fuerza.