Descolgué el teléfono y le saludé. Hacía mucho tiempo que no sabía nada: Nada de nada. Sonaba de fondo una canción que reconocí de mi niñez. Sus sonidos me transportaron a un verano en la sierra, olor de encinas y eucaliptos. Y me lo dijo sin más. Ya lo sabía hacía tiempo y, tras pasar en vida todas las fases del duelo, decidió llamar a la gente que, de algún modo, habíamos compartido su vida.

Y no existía el futuro. Llamaba sabiendo que no había tiempo. Y era el único tesoro que podía gastar pues, en el reloj de arena, menguaba el desierto. Y su voz habló de atardeceres en la playa, de hogueras; recordamos las cervezas, tantas… Era mentira que nos acordáramos porque con tanta en el cuerpo, no había quien las contara. Sólo eran hitos en el camino que nos daban la certeza de haber vivido.

Y, siendo la acera la patria de nuestros recuerdos, comenzaron a desfilar nombres. Algunos cercanos; otros, felizmente obviados, pero con enlaces que susurraban días, noches…

¿A quién llamaré cuando no esté? Y la angustia era la mía, porque sabía que no habría nadie cuando marcara su número. Y la desazón inundó mis venas, helándolas. Quien habla con serenidad ha hecho su trabajo. No lucha contra lo inevitable: Contempla lo que vale la pena.

Las lágrimas, cuando fui a su encuentro, fueron diluvio. Secó mis ojos, limpió mis gafas empañadas y quitó importancia al asunto. ¿Valió la pena? Pero, un milisegundo después, volvió a preguntar ¿vale la pena? Porque acto seguido contestó que sí.

Ya no miraba a mis ojos: Lanzaba cabos al barco que se hundía ante su ida. Me llamaba como quien sabe dónde nací, dónde crecí.

Otra llamada me llevó a su silencio. Atronador, acuchilló mi complacencia, devastó mi tranquilidad. Inyectó una paz infinita y me invitó, de verdad, a vivir.