Hablar de religión siempre está bajo sospecha. Aquellos que postulamos que creer es mucho mejor que lo contrario somos tildados de ilusos, iluminados, ridículos…

Bueno. Vale. Somos lo que decidimos. No me canso de repetirlo. Y hemos de vivir conforme a los valores que arman nuestro universo. Dicho esto, lo diré de otra manera.

Yo soy más de “Amar a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo”. Dicho esto, con los problemas habituales, cuitas y alegrías que despistan mi objetivo principal, quiero que eso sea verdad en mi vida.

Pero, como en la laicidad sistemática en la que vivimos, en la que  se preconiza que la religión sigue siendo un lastre, lo diré de otro modo: “Trata a tu prójimo como a ti mismo”.

Y, desde esa premisa, observo.

Y constato que, si en nuestra sociedad nos tratamos de esta manera, en la que somos rivales unos de otros, donde el maltrato juvenil y adulto es una lacra, las diferencias y los techos de cristal están a la orden del día; cuando la muerte se normaliza asépticamente a través de los telediarios y nuestros hijos hacen correr ríos de sangre en los juegos online… Cuando ya no hay diferencia entre utilizar y amar, me pregunto:

¿Cómo me trato yo?