Cuanto más pateo la geografía patria, más me doy cuenta de la buena gente que hay. Y eso, sin duda, es un privilegio.
Pero, al conocer tantas realidades, también me doy cuenta de algo tan antiguo como los balcones de palo. Y es la identidad. Sí. Eso que nos define a cada uno y nos hace posicionarnos en según qué bando estemos mejor.
Y ya está casi todo dicho. El prólogo es para hablar de la cantidad de gente que trabaja, sobre el papel, por el Reino de Dios y su justicia. Y los ves en todos los ámbitos: Educativos, de la salud, servicios sociales… Hay una pléyade de organizaciones que se dejan la vida en el servicio a los demás.
Y lo hacen porque vieron en el ideario de sus fundadores, un buen motor para sus vidas. Lo gracioso es que los fundadores lo vieron claro tras atisbar la belleza de la luz que emana de Jesús a través de los Evangelios. Y, por ello, sus seguidores, se empeñan en dar lo mejor de sí mismos cada día.
Lo que no acabo de ver claro es por qué, si todos trabajan para el Evangelio, ven en organizaciones del mismo signo y distinta identidad, un competidor. Muchos educan, muchos curan… Pero cada uno busca su propia supervivencia ante la clamorosa falta de vocaciones que sostengan las magnas obras recibidas de sus fundadores. Y se publicitan en todos los medios posibles para hacer de su marca, la más codiciada; se ofrecen servicios excelentes cuando no tienen una vida asegurada de una generación.
Y me recuerda al fútbol. Tantos equipos, tantos esfuerzos, tantos entrenamientos para enfrentar dos equipos que aman el fútbol que, dependiendo del campo donde se juegue, serán silbados o amados. Los perdedores, a pesar de amar el fútbol, se irán tras la derrota y el dios del fútbol encumbrará a los héroes de la jornada.
¿Estamos hablando de Evangelio o de fútbol cuando observamos lo que está pasando en la iglesia? ¿Amamos el Evangelio o nuestra regla? ¿Nuestro modo de vida o el de Jesús de Nazaret?