Como siempre, quien ignora la historia, la repite. Aquellos que prescinden del conocimiento de los hechos pretéritos creyéndose mejores que sus predecesores, a los que barruntan por lo que han visto en las telenovelas o en los panfletos propagandísticos de cualquier signo, son carne de deyabí, en francés déjavu; repiten los errores, que siempre pagan los mismos, como si fuera la primera vez.

Actualmente tenemos muchos ejemplos de mesías. Son todos aquellos que trabajan por la libertad de su pueblo en contra de los malvados que se dedican a torpedear su Eldorado particular: Esos oasis de libertad ideológica y vital perfectamente definidos en su personal libro rojo. Todos los que se saltan un solo precepto de tan fariseo manual, están en contra del país: Enemigos de la patria que hay que extirpar como si de grano en el culo se tratare.

¡Qué fácil es ver hostilidad fuera cuando se vive en la estupidez del poder! Es mucho más sencillo culpar de la propia inoperancia, de la falta de ideas, del hambre de tu propio pueblo a otros. Se hace tremendamente familiar cargar el mochuelo de la violencia, de la incultura impresa en los humildes a base de consignas, a un enemigo externo. Todo vale antes que admitir que la revolución era una buena idea. Si: Pero que se vive de puta madre cuando llegas al poder y te pones la revolución por montera y al pueblo como escabel.

Ya está. Ya lo he dicho. Todo movimiento o gobierno que estima razonable el coste de vidas humanas de su propio pueblo está corrompido. Aquel sistema que hace del antagonismo su razón de ser y que genera dialécticas y guerras civiles: Sordas, silenciosas, dolorosas… El pueblo muriendo sin comprender por qué no pueden vivir en armonía todos los hijos de un misma nación, respetando la diferencia ideológica; conviviendo todos y arrimando el hombro en favor de la dignidad.

Ojalá nosotros, quien me está leyendo ahora mismo y yo, seamos sal de la tierra y luz del mundo para que, como decía el cantautor, “aquí cabemos todos o no cabe ni Dios”